miércoles, 5 de diciembre de 2012

"Hacer el bien al que sufre, hacer el bien con el propio sufrimiento, en San Juan de Ávila", por Fco. Javier Díaz Lorite

Conferencia pronunciada en las XXXVII Jornadas Nacionales de Delegados Diocesanos de Pastoral de la Salud, organizada por la Conferencia Episcopal Española, Madrid 18 de septiembre de 2012

En San Juan de Ávila se cumple una vez más la Escritura cuando en la carta a los Hebreos se afirma de Cristo: “Habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (Hb 2,18). En San Juan de Ávila no se dará, como en Cristo, esa muerte martirial derramada en la cruz, pero sí la muerte de la caridad, lo que llamará martirio de la caridad (cf. Carta 76, 95: IV, 327), que le hará que día a día derrame su sangre, su sufrimiento, en virtud de la obediencia a la voluntad del Padre, y con ese sacrificio, unido al de Cristo en la cruz, ayude a otros a vivir la alegría del Señor crucificado y resucitado. También en la vivencia del sufrimiento puede afirmar San Juan de Ávila con Pablo: “Con Cristo estoy crucificado y, vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19-20).


1.      ¿Qué entendemos aquí por “sufrimiento”?

La Real Academia lo define como “Padecimiento, dolor, pena” (“Dicc. Real Academia Española”), y señala cómo afrontarlo: “Paciencia, conformidad, tolerancia con que se sufre algo”.
Respecto al vocablo “sufrir”, señala la Real Academia que el sufrimiento puede ser: 1) sentir físicamente un daño, dolor, enfermedad o castigo; 2) sentir un daño moral; 3) recibir con resignación un daño moral o físico, etc. Es decir, no sólo se refiere a lo que produce un padecimiento, dolor o pena por algo físico sino también moral, en donde se incluye también lo espiritual. En todas estas acepciones abordamos aquí el sufrimiento.

Con ello centramos el tema de esta conferencia. Vamos a ver cómo San Juan de Ávila, desde su propia experiencia de padecimiento espiritual, pastoral, material y físico (enfermedad) es capaz de hacer el bien al que sufre por cualquiera de estas razones, y cómo el Santo Maestro se convierte en ejemplo de cómo nosotros podemos hacer lo mismo.

2.      San Juan de Ávila, un hombre acrisolado por el sufrimiento

Uno de los secretos de San Juan de Ávila, como sanador de las personas, en el sentido más amplio del término, es que ha padecido en su vida el sufrimiento, con frecuencia desgarrador, en sus más diversos aspectos, y por eso puede acercarse al que sufre desde una perspectiva distinta. Una ligera mirada a su biografía nos da idea de ello de hasta qué punto el sufrimiento fue una constante en su vida. Sufrimiento vivido siempre unido al de Cristo en la cruz, por lo que le asemejó a Él.
Nacido en 1500, a los 14 años es enviado a estudiar, lo que luego él mismo llamará “negras leyes”, a Salamanca. Esto nos da una idea de la no agradable estancia en aquella famosa ciudad universitaria. La vuelta a su casa, sin terminar los estudios, es ya signo de contradicción para los bien intencionados propósitos de sus padres, que buscan lo que en aquellos tiempos, y para la gente de su posición acomodada, se consideraba lo normal, es decir, hacer “carrera” estudiando Derecho en la mejor universidad del país, Salamanca. De vuelta de aquella ciudad, se dedica en su pueblo natal, Almodóvar del Campo, provincia de Ciudad Real, a una vida austera, de oración y caridad buscando la voluntad de Dios para su vida. Con la ayuda de un franciscano convence a sus padres de que lo dejen marchar a Alcalá de Henares porque ha descubierto que lo suyo es sacerdote, y después misionero en las recién descubiertas Indias Occidentales. Sabemos que a los 26 años, fecha en que celebra su primera Misa en Almodóvar, sus padres han fallecido, es decir, un misacantano huérfano de padre y madre; con el consiguiente dolor de una tan gran pérdida. ¿No contribuirá esto, además de su constante caridad, a su posterior atención especial a los abundantes niños huérfanos, para los que funda internados, colegios, etc.?

San Juan de Ávila tiene que vivir con la continua sospecha de ser “cristiano nuevo”, lo que es un desprestigio continuo, y un motivo para no ser tenido en cuenta en la Iglesia y en la sociedad, al menos en sus comienzos, con la sospecha continua de una doctrina no ortodoxa. Esta es todavía una cuestión abierta por parte de los biógrafos. Su madre es ciertamente cristiana vieja y su padre cristiano nuevo pero de segunda o tercera generación; razón ésta más que suficiente para ser tenido en aquella época como cristiano nuevo. Él mismo tiene que afirmar: “Los que por cristianos viejos nos tenemos”[1]. Mientras espera el barco para marchar a América el arzobispo de Sevilla le ordena que se quede a evangelizar en la península, pero no le señala un lugar concreto. Son contrariedades que San Juan de Ávila irá encajando siempre en la oración y desde la unión con el Señor.

Después de algún tiempo predicando en los pueblos cercanos a Sevilla, se establece en Écija, donde van surgiendo zancadillas a su evangelización, envidias de otros clérigos, calumnias de alguna gente pudiente que no quería compartir la vida con los necesitados según dice el evangelio, y que él predica. Todo esto lo fue viviendo el joven sacerdote Juan de Ávila como el mismo Cristo que ve cómo su misión no tiene más remedio que terminar en la cruz. En el caso del Apóstol de Andalucía terminará en la cárcel de Sevilla en 1531. A los casi dos años sale absuelto, pero con la humillación de tener que ir de pueblo en pueblo (Écija, Alcalá de Guadaira, Lebrija, etc.) para predicar lo mismo de lo que sin motivo había sido acusado, siendo vigilado en los más mínimos matices por si podían echarle de nuevo mano. Incluso al cabo de varios años todavía vivirá las calumnias y rumores divulgados en Sevilla de que había sido ejecutado por la Inquisición, mientras en realidad estaba fundando en la otra punta de Andalucía la gran Universidad de Baeza.

También vivió, en su retiro por enfermedad en Montilla, el sufrimiento de ver cómo su libro Audi,filia, escrito como ayuda espiritual primero para la joven Sancha Carrillo y después para todos los cristianos, fue publicado sin su permiso e incluido en el Índice del Inquisidor Valdés en 1559. Lo que le obliga a rehacerlo, perfilando ya los contenidos mucho más, pudiendo estar ahora fundado en lo recientemente afirmado por el concilio de Trento. Doctrina que en la anterior versión, y antes del concilio, no se salía de la sana ortodoxia, pero ahora, para que ningún malintencionado pueda interpretarla de manera tortuosa, cuida mucho más. Tras conocer esta inclusión en el Índice de libros prohibidos hizo desaparecer muchos papeles, escritos, sermones, un posible comentario a la carta a los Hebreos, cartas a diferentes personas, etc., por si eran mal interpretadas. No era sin duda buena noticia para quien ya había estado en la cárcel, aunque saliera absuelto, y gozara ya del reconocimiento de muchos obispos. Tuvo que advertir por aquella época San Juan de Ávila al arzobispo de Granada que circulaban papeles con su firma falsificada y con contenidos poco ortodoxos. Es decir, este tipo de sufrimiento, esta cruz, acompaña a San Juan de Ávila toda su vida.

Va a tener que vivir también el que algunos discípulos defendieran posiciones muy cercanas a los alumbrados, a los que tiene que advertir seriamente de este peligro, como es el caso de Diego Pérez de Valdivia, uno de sus predilectos discípulos, y después profesor, de la universidad fundada por el Santo Maestro en Baeza en 1542. La misma universidad de Baeza, ya en los últimos años de San Juan de Ávila, es vista con no muy buenos ojos por Roma por sospecha de alumbradismo, lo que hará que la Compañía de Jesús no quiera aceptarla como herencia docente del Maestro Ávila, y sí otros colegios, sobre los que no pesaba esta sospecha. Esto dolió enormemente a San Juan de Ávila, y pudo haber sido la causa, entre otras, de no pasarse a la Compañía de Jesús cuando ya estaba viejo y enfermo. Grandes dolores y cruces fueron las de este Juan de Ávila.

El Apóstol de Andalucía nos habla también del sufrimiento propio por llevar una vida cristiana y ser discípulo de Cristo. Ello supone siempre un camino difícil, pues hay que renunciar a nuestro viejo hombre y revestirnos por el Espíritu del hombre nuevo; y el único camino para ello es pasar por la cruz, es decir, por la negación de uno mismo, por la anihilación de nuestro propio yo, es decir, del amor propio, no en cuanto a la necesaria autoestima, sino en el sentido de creernos de que somos merecedores por nosotros mismos del favor de Dios y de los demás. Cuesta trabajo deshacerse –librarnos de nuestra soberbia- y de la mentalidad de este mundo en el sentido joánico, que en nosotros hace mella. Esta lucha continua y tentación permanente para no salir de nuestro yo no se hace sino con verdadero sufrimiento. También nuestros pecados son parte de este sufrimiento, pues nos hacen no experimentar el consuelo de Dios y nos ciegan para no ver al Dios misericordioso que derramó la sangre de su Hijo por nosotros, y hasta Él mismo sufrió el desgarro del sufrimiento de Jesús en la cruz. Pero para Juan de Ávila, como a Cristo, más le podían los beneficios que con ello se nos daban que su propio sufrimiento. Vive la cruz propia del cristiano que quiere ser coherente con la vida y enseñanza del Maestro, Cristo.

No olvidemos otra fuente constante de sufrimiento en san Juan de Ávila, aún más dura que las anteriores: la tiniebla espiritual que vivió durante mucho tiempo. Él nos cuenta al final de su vida que duró durante más de veinte años. Es una especie de noche oscura de San Juan de la Cruz, pero que debió de ser tan intensa, que él mismo la describe como “tiniebla”, que a veces sabe como a infierno. Es ese roer el pan duro del camino espiritual, donde después de unos tiempos de pan blando o de leche espiritual o de miel de los comienzos cuenta cómo parece que Dios se esconde, nos da pan duro, y la miel se convierte en hiel. Noche ténebre del espíritu la de San Juan de Ávila, como la del mismo Cristo, que la vive en pura fe en el amor de Dios.

También experimenta el sufrimiento por una Iglesia que necesita reforma y que no se parece en muchos casos a la que Cristo fundó y quería, comenzando por los que la gobiernan. Para lo cual él mismo tiene que dar consejos sobre la vida del Papa, Obispos, sacerdotes, religiosos y cristianos laicos. Y ve que la Iglesia se desgarra por la soberbia de Lutero, por una parte, y por los que no hacen nada por su renovación interna. También sufre la dificultad de renovarla desde dentro, y las cruces que se tienen que vivir para hacerlo.

También sufre por una sociedad que no vive los valores del evangelio, una sociedad opulenta, en donde no son pocos los ricos que se las dan de cristianos mientras no hacen nada por los pobres, y son ingentes, que viven a su lado, con frecuencia avasallados a impuestos y condiciones injustas provocadas por parte de los que los gobiernan (reyes, y señores) y para los que trabajan noche y día. San Juan de Ávila eligió por propia vocación una vida pobre, pues repartió entre los pobres de su pueblo el dinero de la mina de plata que recibió como herencia, con la consiguiente dureza de no saber si comería al día siguiente, pues vivía de la caridad, sin aceptar estipendios, etc. Rara era la ocasión en que comía caliente. Además su dolor siempre estuvo en cómo seguir alimentando a los niños y alumnos de los colegios por él fundados, la mayoría de las veces pobres de solemnidad, y cómo atender a los enfermos muchos incurables de los pueblos y hospitales a los que acudía y otros para los que pedía para su construcción y mantenimiento. Ve el comienzo de una sociedad que quiere renacer, salir de la Edad Media, y descubrir su propia y necesaria autonomía, pero que hacerlo quiere quitar a Dios de en medio. Sin embargo, San Juan de Ávila será el verdadero humanista que predicará que el verdadero hombre y la verdadera humanidad o se fundamenta en Dios o cae en el sin sentido de la nada. Por eso dice: “Qué es diré, sino que el hombre con Dios es como Dios, y el hombre sin Dios es grandísimo tonto y loco?”[2]

No le privó Dios tampoco de los sufrimientos corporales en sus cada vez más crecientes enfermedades, que comenzaron ya de una forma continuada cuando contaba con 50 años, y se fueron agudizando de tal forma que, retirado ya en Montilla, vivió a echa- levanta durante sus últimos 15 años. En 1551 pasa más de medio año enfermo en la cama. Tenía grandes dolores de estómago y calenturas frecuentes. Los dolores y enfermedades se acrecientan en 1560 que casi le parece morir. Va a ser una muerte lenta de nueve años, pues lo será definitivamente en 1569. Aún así, cuando los dolores se lo permiten, es decir, no son tan increíblemente intensos, continúa con sus actividades apostólicas: cartas, recibiendo personas, escribiendo los Memoriales a Trento para la reforma de la Iglesia, y a la aplicación de éste en los concilios de Toledo, etc. En algunas ocasiones comenta cómo le duele la muñeca al escribir, y en los últimos años ya sólo dicta las cartas al Padre Villarás, que le acompañó durante todos sus años de estancia en Montilla. El P. Granada, su gran amigo, discípulo y primer biógrafo, habla de dolores de hijada (bajo vientre) y de riñones; de gota artérica, con dolores agudísimos en las junturas de los brazos y piernas; junto a ello, recias calenturas. Es seguro que uno de los males que le causó la muerte fueron las piedras o cálculos de la vejiga. Desde 1565 nos describe ya sus dolores de ojos y cataratas que le dificultan la visión. Mucho tiempo de dolores físicos para ese ya envejecido apóstol que pasaba a la casa del Padre muy mayor para su época, con 69 años. Ya cuando contaba con 60 años nos dice que lo llamaban viejo. Larga ancianidad la de un presbítero, anciano, por edad y por vivencia.

Como vemos, no le privó Dios de grandes sufrimientos a San Juan de Ávila, por eso como decíamos del mismo Cristo puede así auxiliar a otros que padecen todo tipo de sufrimientos y tribulaciones.


3.            Buen samaritano: Ayuda al sufrimiento de los otros

Para San Juan de Ávila, el prójimo no el que está cerca, próximo, sino aquel que me necesita esté cerca o lejos. Como el amor de Dios se ha demostrado en la cruz que es para todos[3], “porque por todos murió”[4] por eso hay que amar a todos, especialmente a los que sufren. Prójimo no es aquel que está próximo, sino aquel a quien me tengo que aproximar: “Todo hombre que yo pueda aprovechar o recebir de él provecho en acto o en potencia, aquel es mi prójimo”[5]. Esto cambia toda la orientación de la caridad con el sufrimiento ajeno. Se trata de acercarse al que sufre, como Cristo se acercó a nosotros en su encarnación y a cada uno de los que se encontraba y se hacía el encontradizo buscando personalmente al que se sufre. Para San Juan de Ávila este acercamiento del Señor a cada uno, especialmente al que sufre se realiza constantemente al abajarse a nosotros en la Eucaristía cada vez que la celebramos para estar a nuestro lado, y compartir nuestras alegrías y penas. La actitud de compasión y de misericordia nace del amor y se acrecienta en el contacto con el que sufre. Por eso, hablando de que la venida de Cristo en la Eucaristía no es de balde para nosotros, pues produce sus frutos, así tiene que ser el fruto de la cercanía a los que sufren: “No hay hombre rico, si tiene misericordia, que entre en un hospital donde hay muchos enfermos necesitados, que no se les muevan sus entrañas con misericordia, y eche mano a su bolsa, y conforme a su posibilidad y caridad que Dios le dio, y necesidad de los pobres, les haga merced […] No, Señor, no venís vos en balde”[6].

Lo primero que hace con el sufre es sufrir con él, pues el amor lleva a la compasión, al sentir con, al padecer con el otro. Por eso dice a unos amigos: “Días ha que no he sabido de vuestra merced ni de su hermano y mío; y aunque estoy flojo en el escribir, querría a menudo saber cómo les va allá; pues su buen suceso o lo contrario es mío y lo tengo por tal”[7]. También lo vemos animando a sus amigos de Écija que sufren por su privación de libertad en la cárcel. Así lo manifiesta especialmente en las cartas 58 y 64 que veremos con más detenimiento.

Es importante destacar que los enfermos van a encontrar una gran ayuda de San Juan de Ávila por mediación de un hombre, san Juan de Dios, que convertido a Cristo oyendo un sermón del Santo Maestro, dedicará su vida especialmente a los enfermos, sobre todo a los mentales. No sólo apoyará a San Juan de Dios en su vida espiritual sino que él mismo pedirá para la construcción de estos hospitales y pondrá su ya gran fama como aval para la obra caritativa de aquel.

A San Juan de Ávila lo vemos alojado en una pequeña estancia en un hospital de Córdoba cuando es requerido por el Obispo para ayudarle en la evangelización, y no en el ofrecido palacio episcopal. En el hospital asiste a los enfermos, especialmente a los moribundos. Esta labor la llevará a cabo siempre, también en Baeza, donde además de visitar con frecuencia el hospital introduce la norma de que los universitarios deban hacerlo también, especialmente los sábados. También introduce en la reforma que hace de los estatutos de las cofradías que éstas atiendan a los pobres y especialmente a los enfermos en los hospitales destinando para ello lo que sea necesario para el mantenimiento de éstos así como para su construcción donde sea preciso. Pero especialmente advierte a las cofradías que unan sus fuerzas entre sí y con las del prelado, y no quieran sacar beneficio de los pobres y enfermos y concentren sus fuerzas en uno o dos hospitales donde se atiendan bien a todos, y no cada cofradía al suyo y además pequeños, lo que trae gastos desordenados haciendo que se repartan entre sí lo que había de ser para los pobres: “Y dicha unión de los hospitales se mande, porque es cosa muy provechosa”[8].

Crea colegios e internados para huérfanos en toda Andalucía, pidiendo que esta tarea sea muy tenida en cuenta por los señores y por los gobernantes, y así puedan comer y encontrar cobijo y labrarse un futuro. Huérfanos que abundaban por las constantes guerras contra los árabes. En estos colegios menores y mayores universitarios no sólo se les enseña a salir del analfabetismo sino que se convierten en auténticas escuelas de vida y virtud, tanto humana como cristiana.

San Juan de Ávila ayuda de una especial a través de sus cartas, tanto a aquellos a las que iban dirigidas, como a los que las han leído a lo largo de los siglos y lo siguen haciendo en la actualidad. Muchas de ellas están escritas a personas que sufren todo tipo de sufrimientos espirituales y corporales (enfermedades, vejez, muerte de seres queridos, sequedad espiritual, etc). Todas ellas están tan personalmente dirigidas a cada uno y reflejan tan nítidamente las circunstancias de los destinatarios que sus discípulos no quisieron publicar el nombre de los mismos al editarlas. Fueron varios miles de cartas. Hoy, hasta la fecha, nos han llegado 263.

San Juan de Ávila le preocupa por los problemas de la gente, hasta incluso el recomendar a un mancebo que no tiene trabajo. También ayuda a poner paz en Baeza mientras corrían ríos de sangre por las disputas entre las dos grandes familias de la ciudad. Al mismo tiempo, ayuda a todos aquellos que sufren las maltrechas consecuencias de trabajar por la renovación de la Iglesia y también de la sociedad.

En fin, San Juan de Ávila ha encarnado al buen samaritano, y se puede decir que como dice el prefacio de Cristo, se ha acercado a todo aquel que sufre en su cuerpo o en su espíritu y curado sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.


4.      Claves en las que ha vivido el sufrimiento personal: en el Amor de Dios

San Juan de Ávila es el hombre de semblante dulce, sereno, que contagia paz, alegría, esperanza según los testimonios de los que le conocían y de los se acercan a su vida y a sus escritos.
Saber las claves en las que ha vivido su sufrimiento personal, que como hemos visto, no fue poco, nos puede servir de una gran luz. Y en esas claves son con las que se va a acercar a todo aquel que sufre por cualquier motivo, y esas son también las ideas centrales que les va a transmitir ya sea de palabra, por acciones concretas, y en sus escritos a todos los que se acercaron y se acercan a él.

4.1. En el misterio de Cristo crucificado[9]

El Maestro Ávila ha aprendido a vivir en las manos de Dios, en su amor demostrado sobre todo en Cristo crucificado. Y la principal escuela para vivir esto no han sido los libros, ni la universidad, sino, como él mismo confiesa, la vida de sufrimiento. Es la escuela del dolor. Y esto lo experimentó de una forma singular, y ya para siempre, en la cárcel de Sevilla, cuando contaba con 31 años aproximadamente. En ella se le mostró el amor del Padre que le salía al encuentro en Cristo crucificado, y que le derramaba su Espíritu consolador. Ahora, vivido en la cruz de Cristo, su sufrimiento se convierte en fuente de auténtica alegría y fuente sanadora para los que sufren.

Contamos con el testimonio de Fr. Luis de Granada de lo acontecido en medio del sufrimiento de la cárcel de Sevilla, quien relata así lo sucedido en su biografía sobre el Santo Maestro: “Y así, tratando una vez familiarmente conmigo de esta materia [consolación del Señor para los que padecen por su amor] me dijo que en este tiempo le hizo Nuestro Señor una merced que él estimaba en gran precio, que fue darle un muy particular conocimiento del misterio de Cristo; esto es, de la grandeza de esta gracia de nuestra redempción, y de los grandes tesoros que tenemos en Cristo para esperar, y grandes motivos para amar, y grandes motivos para alegrarnos en Dios y padecer trabajos alegremente por su amor. Y por eso tenía él por dichosa aquella prisión, pues por ella aprendió en pocos días más que en todos los años de su estudio. En lo cual vemos haber hecho Nuestro Señor con este su siervo una gracia muy semejante a la que hizo al profeta Hieremías. Porque estando, por la verdad que predicaba, preso, le consoló Nuestro Señor en la cárcel con una gloriosísima y muy alegre revelación, diciéndole: Llámame y oirte he, y revelarte he muy grandes y verdaderos misterios que tú no sabes [...] Pues de esta manera consoló Nuestro Señor a este su siervo estando preso, dándole especial lumbre y conocimiento del misterio de nuestra redención, que es la más alta filosofía de la Religión cristiana”[10].

Es decir, nos habla de una vivencia profunda del amor de Dios en Cristo que le llena de alegría, de esperanza y de amor, mientras se padecen trabajos por su amor. Con estas palabras, San Juan de Ávila nos está describiendo la esencia de su vivencia, y nos está indicando también el contenido de su enseñanza a lo largo de toda su vida: la grandeza del misterio de Cristo y de nuestra redención, es decir, el amor de Cristo como manifestación suprema del amor de Dios y los beneficios de este amor para los hombres.

Desde la cárcel escribe las cartas 58 y 64 y algunas oraciones contenidas en el Audi, filia[11], que comienza a esbozar allí. También la carta 81, aunque redactada más tarde, se refiere a lo allí vivido. Veamos cómo expresa San Juan de Ávila lo que constituye la experiencia mística del sufrimiento desde la vivencia de la cruz del Señor, que le marcará toda su vida y ministerio.

4.1.1. Carta 58

En la carta 58, a unos discípulos atribulados comienza por una oración al Dios de la misericordia. Ya es significativo que el inicio de la carta sea en clima de oración, pues comienza con el canto a la misericordia de Dios Padre, haciendo suyas las palabras de Pablo en 2 Cor 1, 3-5: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la misericordias y Dios de toda consolación [...]”[12]. A continuación, comienza a rogar y amonestar a sus amigos diciéndoles que no se turbaran ante la persecución de que estaba siendo objeto, porque esto es parte de lo que ocurre con los seguidores de Cristo. Así, les dice: “rogándoos y amonestándoos de parte de Cristo que no os turbéis ni os maravilléis, como de cosa no usada o extraña de los siervos de Dios, con las persecuciones o sombra de ellas que nos han venido”[13]. Y les dice que no se turben, porque en medio de tanta cruz está experimentando el abrazo de Dios:

“¡Oh hermanos míos muy mucho amados! Dios quiere abrir vuestros ojos para considerar cuántas mercedes nos hace en lo que el mundo piensa que son disfavores, y cuán honrados somos en ser deshonrados por buscar la honra de Dios, y cuán alta honra nos está guardada por el abatimiento presente, y cuán blandos, amorosos y dulces brazos nos tiene Dios abiertos para recebir a los heridos en la guerra por Él, que sin duda exceden sin comparación en placer a toda la hiel que los trabajos aquí puedan dar”[14].

Y es que para él los trabajos de la cruz se han convertido en placer. Por eso dice a continuación: “No sé si digo bien en llamar trabajos a los de la cruz, porque a mí parecen que son descansos en cama florida y llena de rosas”[15]. Y esto está siendo posible porque su cruz está sustentada en Cristo crucificado, que es Jesús Nazareno, porque es florido[16]. Es aquí precisamente donde interrumpe el diálogo con sus amigos y entra en oración con el Señor. Oración en la que nos abre su alma y nos ayuda a descubrir su vivencia y profunda relación con Cristo.


 Oración a Jesús Nazareno[17]

“¡Oh Jesús Nazareno, que quiere decir florido, y cuán suave es el olor de ti, que despierta en nosotros deseos eternos y nos hace olvidar los trabajos, mirando por quién se padecen y con qué gualardón se han de pagar! ¿Y quién es aquel que te ama, y no te ama crucificado? En la cruz me buscaste, me hallaste, me curaste y libraste y me amaste, dando tu vida y sangre por mí en manos de crueles sayones; pues en la cruz te quiero buscar y en ella te hallo, y hallándote me curas y me libras de mí, que soy el que contradice a tu amor, en quien está mi salud. Y, libre de mi amor, enemigo tuyo, te respondo, aunque no con igualdad, empero con semejanza, al excesivo amor que en la cruz me tuviste, amándote yo y padeciéndote por ti, como tú amándome, moriste de amor por mí. Mas ¡ay de mí, y cuánta vergüenza cubre a mi faz, y cuánto dolor a mi corazón!; porque siendo de ti tan amado, lo cual muestran tus tantos tormentos, yo te amo tan poco como parece en los pocos míos. Bien sé que no todos merecen esta joya tuya, de ser herrados por tuyos con el hierro de la cruz; empero, mira cuánta pena es desear y no alcanzar, pedir y no recebir, cuanto más pidiéndote, no descansos, mas trabajos por ti.
Dime, ¿por qué quieres que sea pregonero tuyo y alférez que lleva la seña de tu Evangelio, y no me vistes de pies a cabeza de tu librea? ¡Oh cuán mal me parece nombre de siervo tuyo, y andar desnudo de lo que tú tan siempre, y tan dentro de ti, y tan abundantemente anduviste vestido! Dinos ¡oh amado Jesús!, por tu dulce cruz, ¿hubo algún día que aquesta ropa te desnudases, tomando descanso? ¿Oh fuete algún día esta túnica blanda, que tanto a raíz de tus carnes anduvo, hasta decir: Triste es mi ánima hasta la muerte? (Mt 26,38). ¡Oh, que no descansaste, porque nunca nos dejaste de amar, y esto te hacía siempre padecer! Y cuando te desnudaron la ropa de fuera, te cortaron en la cruz, como encima de mesa, otra ropa bien larga dende pies a la cabeza, y cuerpo y manos, no habiendo en ti cosa que no estuviese teñida con tu benditísima sangre, hecho carmesí resplandeciente y precioso: la cabeza con espinas, la faz con bofetadas, las manos con un par de clavos, los pies con uno muy cruel para ti, y para nosotros dulce; y lo demás del cuerpo con tantos azotes, que no sea cosa ligera de los contar. Quien, mirando a ti, amare a si y no a ti, grande injuria te hace. Quien, viéndote tal, huyere de lo que a ti lo conforma, que es el padecer, no te debe perfectamente amar, pues no quiere ser a ti semejable. Y quien tiene poco deseo de padecer por ti, no conoce a ti con perfecto amor; que quien con este te conoce, de amor de ti crucificado muere, y quiere más la deshonra por ti que la honra ni todo lo que el engañado y engañador mundo puede dar.
Callen, callen, en comparación de tu cruz, todo lo que en el mundo florece y tan presto se seca; y hayan vergüenza los mundanos del mundo, habiendo tú tan a tu costa combatido y vencido en tu cruz; y hayan vergüenza los que por tuyos son tenidos en no alegrarse con lo contrario del mundo, pues tú tan reprobado y desechado y contradicho fuiste de este ciego mundo, que ni ve ni puede ver la Verdad, que eres tú. Más quiero tener a ti, aunque todo lo otro me falte —que ni es todo ni parte, sino miseria y pura nada—, que estar yo de otro color que tú, aunque todo el mundo sea mío. Porque tener todas las cosas que no eres tú, más es trabajo y carga que verdadera riqueza; empero, ser tú nuestro, y nosotros tuyos, es alegría de corazón y verdadera riqueza, porque tú eres el bien verdadero”[18].

Gracias a esta oración podemos entrever lo que estamos buscando: la experiencia del amor de Dios en Juan de Ávila. Había comenzado la carta 58 dando gracias al Dios y Padre de Jesús. Y ahora ha descubierto en la cruz los abrazos de Cristo y del Padre. Y esto lo hace porque Dios, para él, es, sobre todo, el Padre de nuestro Señor Jesucristo; y la cruz es la manifestación suprema de su amor. En la cruz se ha producido el encuentro definitivo amoroso entre Dios y él, la realización de la obra de la redención que le había comunicado a Fray Luis de Granada. Por eso dice: “En la cruz me buscaste, me hallaste, me curaste y libraste y me amaste, dando tu vida y sangre por mí [...] Amándome, moriste de amor por mí”[19]. Ha sido la experiencia de la transfiguración. Por eso, Jesús Nazareno, sin figura de hombre, se convierte en “florido[20], desprendiendo un suave olor, y toda su ropa, y todo Él, teñido ahora de sangre, se “ha hecho carmesí resplandeciente y precioso”[21]. Un amor que nos viene en la cruz sin nosotros merecerlo, un amor que tiene que ser correspondido por nuestra parte también en la cruz. En ella ha descubierto el verdadero sentido de su vida y de la vida de todos: la vida consiste en ser de Cristo, como Él lo es de nosotros:Ser tú nuestro, y nosotros tuyos, es alegría de corazón y verdadera riqueza, porque tú eres el bien verdadero”[22].

Ante el sufrimiento de la cárcel, que es casi sufrimiento de muerte, pues su vida pendía de un hilo, y de tres testigos falsos, no hace sino ponerse en las manos de Cristo. Por eso les dice que no se turben pues sólo está experimentando allí lo que le ocurre a un verdadero discípulo de Cristo y lo que él mismo les había enseñado durante las lecciones en Écija: “Porque esto –les dice en la carta 58- no ha sido sino una prueba o examen de la lección  que cinco o seis años ha que leemos diciendo: «¡Padecer! ¡Padecer por amor de Cristo! […] de mí os digo que no tengo en un cabello cuanto amenazan, porque no estoy sino en manos de Cristo”[23].

En otro lugar utiliza también un símil académico para hacernos comprender que en el sufrimiento, en este caso por la enfermedad, es cuando se experimenta el sentido pasivo; y es entonces cuando Cristo actúa subiéndonos de nivel, “porque el pasar de obrar bien a padecer, es mejorar Cristo a los suyos y subirlos de aula de menores a mayores” (Carta 151 [1], 2-4: IV, 523). Algo parecido experimentó San Juan de la Cruz en la cárcel de Toledo, pues allí, en la pasividad más absoluta, y volcado en sólo las manos de Dios, fue llevado a las más altas cumbres de la contemplación; cf. F. Ruíz, Místico y Maestro, San Juan de la Cruz, 20-22.

Es la misma experiencia del profesor Juan Luis Ruíz de la Peña a las puertas de la muerte, provocada, en este caso, por un cáncer, cuando escribe ocho días antes de morir: “¿Queda algo por hacer con lo que resta de esas notas especificativas de la persona (del sujeto-que-dispone-de sí)? No mucho, me temo.
No conozco ninguna lectura (filosófica o religiosa) del fenómeno humano que pueda justificar este tránsito del satisfacere al satispati del modo como lo hace la fe cristiana. Cuando la enfermedad le descubre cuán precaria era, a fin de cuentas, esa pretensión en la que cifra su autoestima, ¿dónde encontrar la clave que esclarezca la radical inversión de su instalación en la realidad por la que está pasando? ¿De dónde recabar el temple preciso para encajar tan dolorosa metamorfosis?
Sólo el paradigma de una pasión que es acción libremente diseñada puede esclarecer la aporía. Sólo el hecho-Cristo sirve aquí de algo. Todo lo demás es literatura (generalmente mediocre), patético titanismo o huida encubridora de la situación que se está viviendo. El ‘in manus tuas commendo spiritum meum’ es, en esta coyuntura, la única fórmula con sentido, la sola consolación posible, en la fe en el Dios vivo y en la esperanza de la victoria sobre la muerte”[24].


4.1.2. Carta 64

La experiencia de sufrimiento, si se vive en las manos del Padre Dios y de Cristo, se convierten en fuente de paz y de incluso gozo. Al meternos en las llagas de Cristo en las llagas de Cristo, que es lo que hizo San Juan de Ávila, experimentamos lo que él mismo experimentó: “Sentiremos las injurias por tan suaves como una música acordada y las piedras nos parecerán piedras preciosas, y las cárceles palacio, y la muerte se nos tornará vida”[25]. Y este cambio es gracias a Jesucristo, que todo lo convierte en bien: “¡Oh Jesucristo, y cuan fuerte es tu amor; y cómo todas las cosas convierte en bien, como dice San Pablo! (cf. Rom 8,28)”[26].

Seguidamente, San Juan de Ávila nos describe la situación penosa de la vida de la cárcel, aunque en todo momento está mantenido y sustentado por Dios: “Cierto, quien de tu amor se mantiene no morirá de hambre, no sentirá desnudez, no echará de menos cuanto en el mundo hay, porque, poseyendo a Dios por el amor, no le falta cosa que buena sea”[27]. […] “Quiero decir, cómo los que aman a Dios en las injurias no sienten injurias; en el hambre están hartos; desechados del mundo, no se afligen; tentados del fuego carnal, no se queman; hollados, están en pie; parecen pobres, y están muy ricos; feos, y son hermosos; extranjeros, y son ciudadanos; acá no conocidos, y muy familiares a Dios”[28].

Es importante notar San Juan de Ávila vive el sufrimiento presente con la esperanza en la bienaventuranza de los sufridos: “Tengamos todas las cosas por estiércol por ganar la perla preciosa, que es Cristo; y por verle en su gloria hermoso y con gozo, abracemos acá su deshonra y trabajo. [...] ¡Oh cuánto será el gozo de los buenos entonces, cuando honrados por Dios se asienten en las sillas aparejadas ab aeterno y junto con los coros angélicos alaben a Dios su señor! ¡Oh cuánto será el gozo de aquellos que han de ver al Rey en su hermosura! (Is 33,17). En la cual contemplando, estarán tan contentos, que ningún seno quedará que no rebose de lleno aquel licor y bálsamo que crió todos los licores buenos; al cual comparada toda hermosura es fealdad y la luz del cielo es tiniebla, y los grandes deleites son amargura; y por no decir cada cosa por sí, todas las cosas juntas en comparación de ésta no son cosa, ni por algo se deben contar”[29].


4.1.3. Oraciones en el Audi, filia:

Las oraciones contenidas en el libro Audi, filia, que se comenzó a escribir también en el
periodo de la cárcel de Sevilla nos reflejan también esta unión de los sufrimientos presentes con los de Cristo en la cruz, y con ellos también sus sentimientos, que a veces son de auténtico gozo por el bien que de revierten en la humanidad. Veamos cómo San Juan de Ávila reza a Cristo, y nos descubre su alma en estos momentos de sufrimiento, que se convierten en auténtico gozo en Cristo.

 a) Oración a Cristo crucificado en el día de la alegría de su corazón

“[…] Y como el esposo desea el día de su desposorio, para gozarse, tú deseas el de tu pasión, para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos [...] Y pues lo que se desea atrae gozo, cuando es cumplido, no es maravilla que se llame día de tu alegría el día de tu pasión, pues era deseado por ti [...] y por eso quedó vencedor tu amor, y como llama viva, no se pudieron apagar los ríos grandes (cf. Cant 8,7) y muchas pasiones que contra ti vinieron. Por lo cual, aunque los tormentos te daban tristeza y dolor muy de verdad, tu amor se holgaba del bien que de allí nos venía. Y por eso se llama día de alegría de tu corazón[30].

Esta oración contiene la esencia de lo que significa Jesucristo crucificado para San Juan de Ávila. Ella es símbolo del amor y de la alegría de Cristo que se da libremente por nosotros. Ella es la meta de la carrera que Cristo comenzó en su Encarnación. Su sufrimiento y tormento, mayor del que se pueda imaginar, no tiene comparación con el amor que en su corazón ardía. Quien reconozca en la cruz este amor de Dios, comenzará a amarlo y experimentará sus beneficios, ya que esta “llama viva”[31], este “fuego de amor de ti, que en nosotros quieres que arda, hasta encendernos, abrasarnos y quemarnos lo que somos, y transformarnos en ti, tú lo soplas con las mercedes que en tu vida nos heciste”[32].

b) Oración a Dios misericordioso, que nos oye, nos ve e inclina su oreja

“¡Bendito seáis, Señor, para siempre, que no sois sordo ni ciego a nuestros trabajos, pues los oís y veis, ni cruel, pues se dice de vos: Hacedor de misericordias, y misericordias de corazón, es el Señor, esperador muy misericordioso (Sal 102,8), ni tampoco eres flaco, pues todos los males del mundo son flacos y pocos, comparados a tu infinito poder, que no tiene fin ni medida! […]. Y dices: Oí tu oración y vi tus lágrimas [...]; con otras secretas mercedes que le hiciste tú, benigno, que no desearías venirnos males, sino para sacar de allí mayores bienes, enseñando tu misericordia en nuestra miseria, tu bondad en nuestra maldad, tu poder en nuestra flaqueza”[33].

Esta oración es un canto a la misericordia de Dios, por eso comienza exclamando: “¡Bendito, seáis, Señor!”[34]; porque nos oye y nos ve en nuestros trabajos y en nuestras penas. La hace alguien, San Juan de Ávila, que lo sabe por experiencia, pues ha comprobado cómo ha sido oído y visto en su aflicción de la cárcel, a la que ha sido conducido por las injurias recibidas.

4.1.4. En Cristo crucificado se nos derrama el Espíritu consolador

San Juan de Ávila, al describir la entrega de Cristo en la cruz en Audi, filia (II), nos hace caer en la cuenta de que cuando Cristo fue puesto encima de la cruz “tendió sus brazos para ser crucificado, en señal que tenía su corazón abierto con amor”[35], “extendido para con todos”[36], y que de allí, “del centro de su corazón”[37], porque “tal fuego de amor estaba metido en lo más dentro de aquella sacratísima ánima”[38], salían “resplandecientes y poderosos rayos de amor que iban a parar a cada uno de los hombres pasados, presentes y por venir”[39]. Pues bien, muchos son los paralelismos de este descenso del amor de Jesús, que sale desde el centro de su corazón, con la venida del Espíritu en Pentecostés, descrita en el sermón 32.

En resumen, éstas son las claves de su experiencia, pensamiento y por tanto de su enseñanza: El amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo. El sufrimiento, venga de donde provenga, es motivo para asemejarnos a Cristo, y por tanto de crecimiento espiritual, de vivir en intimidad con él y experimentar así su paz, consuelo, alegría. La esperanza en que los trabajos y sufrimientos no serán definitivos sino que acabarán cuando lleguemos a la vida eterna, en realidad se va cumpliendo ya en el que sufre, un gusto de la bienaventuranza definitiva. Esto lo ha experimentado personalmente y lo puede así enseñar. Por eso encuentran consuelo y esperanza los que sufren por cualquier causa. Por lo tanto, San Juan de Ávila, desde su larga enfermedad física, y de noche oscura, que incluso califica de tinieblas espirituales, puede durante su vida no sólo consolar a otros sino ayudar a vivir el gozo de la cruz.


5. Ayuda a los otros a vivir alegres en Dios en medio de sus sufrimientos

El problema del sufrimiento no es sólo lo que se sufre, sino especialmente el encontrar o no el sentido de ese sufrimiento. Y mucho más todavía cómo seguir creyendo en la bondad de Dios en medio del sufrimiento.

El amor de Dios que San Juan de Ávila ha experimentado derramado es ahora derramado a todos especialmente hacia los que sufren, como hacía Cristo. Es el místico de la cruz, como Cristo, pues la cruz es su cama florida, como Cristo. Sólo los místicos, y esto es un don, viven la cruz como regalo, y le ayudan a los demás a experimentarlo. Esto sólo se vive colgado de la cruz del Señor, que experimentó en la cruz el día de la gran alegría de su corazón, por el bien que de él salía y porque había descubierto que ahí estaba el Padre con su amor y desde allí se le derramaba el amor del Espíritu.

Creída así la muerte de Cristo en sentido tan personal, es lógico que produzca en cada uno de nosotros grandes sentimientos de amor hacia Él, y comencemos a experimentar la fuerza de la fe, y que uno pueda caminar en amor de Dios en cualquier situación, hasta incluso en medio de las tempestades. Por eso, la verdadera fe no se fija en lo que uno experimenta, o en otras circunstancias, sino sólo en el Crucificado y en el amor que allí nos ha mostrado:

“[...] y como no está arrimada la vista [escribe a una mujer trabajada con peligrosas tentaciones][40] sino a la bondad de su Señor, no se ha de mirar lo que siente ni de qué parte sopla el viento, sino, como áncora fijada en el suelo del mar, asirse firmemente con el Crucificado y fijar su pensamiento en él y decir: ‘Tú, Señor, moriste por mí antes que yo naciese, me buscaste con dolores, sin buscarte ni llamarte yo; agora que te llamo y te quiero no me desampares. Si abrigaste a quien te era enemigo, no desecharás a quien te desea servir y a la que ya tomaste por tuya’. Y en esta fe vivirá, e irá segura entre las olas y tempestades que en la mar se ofrecen, aunque parezca que ya se hunde la nao”[41].

San Juan de Ávila es, por tanto, uno de los promotores de la corriente del beneficio de Cristo, quien hablando desde su propia experiencia de saberse amado desde el Señor crucificado que ha dado su vida por él, y basándose en Pablo y San Agustín, sobre todo, ha puesto de manifiesto que la razón de ser del sufrimiento y amor de Jesucristo ha sido llevar su amor salvador a cada uno de los hombres de cada periodo de la historia. Para él sólo cuando se tiene esta experiencia personal de que Cristo lo ama personalmente y que dio su vida por cada uno es cuando se experimenta verdaderamente el amor de Dios.

Este ejercicio de la meditación de la pasión de Cristo lo propone Juan de Ávila en lo que podríamos llamar su testamento espiritual, como último deseo de su vida para bien de sus discípulos y de todos los cristianos. Así, al redactar el cap. 81 de Audi, filia (II) cuando se encontraba ya muy enfermo, lo presenta como un camino seguro para caminar a Dios y para experimentar su amor, poniéndose él como testigo de que conoce gente que lo ha conseguido. Así nos dice: “Aunque he visto a personas ejercitarse en ella años y años, sin gustar mucho de ella, mas perseverando, les ha pagado nuestro Señor lo que antes les había dilatado, que dieron por bien empleados los trabajos pasados con la paga presente”[42].

También insiste San Juan de Ávila en que gracias a esta fe y amor a Cristo, el creyente vive envuelto en una atmósfera de amor de Dios, y sentirá el amor de Dios en todas las cosas porque tiene ya sentado en su memoria lo que dice San Pablo: “Que cuando Dios a su Hijo nos dio, todas las cosas nos dio con Él (cf. Rom 8,32)”[43].

Es verdad que al reconocer nuestra debilidad y la debilidad del mundo que nos rodea nos llama a la humildad, pero es en esta actitud como salimos enriquecidos, y en la que encontramos nuestro gozo. “Y conoce entonces cuán verdadero cantar es aquél: Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria (Is 6,3). Porque en todo lo criado no ve cosa que buena sea, cuya gloria no sea de Dios”[44].


6.      Experiencia del amor de Dios cuando parece nos da la espalda[45]

Estudiamos ahora cómo aborda San Juan de Ávila en todos sus escritos la experiencia del amor de Dios cuando todos los indicios nos indican que parece que nos ha abandonado. Verdaderamente este es un aspecto poco analizado en San Juan de Ávila, y que ofrece mucha luz para abordar una cuestión crucial: ¿cómo seguir experimentando el amor de Dios cuando parece que se ha ido de nuestro lado y nos ha dejado no sólo en noche oscura sino en tinieblas? Las numerosas cartas a personas que sufren o sequedad espiritual o sentimientos de que Dios no les ama por diversos motivos: enfermedades, contratiempos, etc., y en las que el Santo Maestro anima a seguir confiando en Dios, serán sin duda, la base fundamental, aunque no exclusiva, de su pensamiento ante esta cuestión que tratamos.

Bien puede ayudarnos a ver claro en medio de la oscuridad aquel que ha vivido también largos años de verdadera oscuridad. Es importante ver cómo parece que se refiere a él mismo cuando dice en la carta 184, la última que escribió o dictó, cuando estaba a punto de morir, confiando en la Bondad de Dios durante 20 años de sequedad espiritual. Bien pudiera ser un gran resumen de cómo hay que afrontar esta situación. También habla San Juan de Ávila de cruz, persecuciones, etc. Y todo se acepta porque se acepta su voluntad, y hasta bendice a Dios por ello, lo cual indica el culmen de una vida totalmente en las manos de Dios[46]:

“¡Oh bendito seas, Dios mío, Criador de todas las cosas y vida de todo lo que es, pues siendo tú Criador y yo criatura pecadora, tú ser infinito y nosotros nada y miseria, lleguemos a tan alto y a tan grande participación en tu suma Bondad, que te parezcamos en el querer y en el juzgar! Vos, Señor, decís que esto es bueno. Lo mesmo decimos nosotros. Vos lo queréis, también lo queremos acá. Haos parecido que veinte años estemos en una cruz con sequedades y tentaciones, aceptémoslo de muy buena gana. Queréis que seamos testimoniados, abatidos y deshonrados y perseguidos; el mesmo voto tenemos y por vuestro seso nos gobernamos”[47].

Ciertamente este párrafo, esta oración a Dios desde el lecho de la muerte, sintetiza toda la vida espiritual de San Juan de Ávila. No se ha valorado lo suficiente este periodo de 20 años retirado en Montilla, pues se ha hecho alusión sobre todo a las enfermedades y grandes dolores que allí sintió. En cambio, ha sido un período mucho más oscuro, pues habla de auténtica sequedad, cruz, persecución, deshonra, etc. Sin embargo, desde ese período, desde esa oscuridad, es donde San Juan de Ávila ha iluminado más poderosamente a los que han acudido a él, y a la Iglesia entera.

Es importante destacar cómo está viviendo esta situación desde el “¡Bendito seas, Dios mío [...]!”[48] y que recoge hasta donde había llegado en la unión y experiencia de la bondad de Dios: “lleguemos a tan alto y a tan grande participación en tu suma Bondad, que te parezcamos en el querer y el juzgar”[49]. Esto dice unas líneas más arriba que es el mayor contentamiento: “porque no puede el alma subir a mayor dignidad ni hacer cosa más ilustre ni de mayor honra ni grandeza, ni aun de mayor contentamiento, que tener tanta conformidad y amistad con Dios, que quiera una mesma cosa con Él”[50]. Porque no hay unión más grande que aquella en la que el amigo desea lo que quiere el otro. Desde aquí es como hay que vivir los momentos de oscuridad. El llegar a tener esta unión de voluntad con Él es el mayor contentamiento que se puede experimentar.

Por eso le dice al destinatario de la carta que, aunque se hayan experimentado dones de Dios, hay que seguir en el camino de perfección hasta llegar a tener esta unión y amistad con Dios:

“Y mirad que os oso decir que no ternéis aun pureza de espíritu si paráis ni aun ponéis vuestro fin en sus dones, cualesquiera que ellos sean, aunque me los pintéis altos y del cielo, dulcísimos y secretos. Pasad delante de todo lo que podéis comprender y de toda criatura, y sólo descansad en aquella voluntad de vuestro incomprehensible bien infinito, y aquél abrazad y amad como quiera que os sucedan las cosas, prósperas o adversas, seguras o de grandes peligros”[51].

San Juan de Ávila advierte precisamente que querer aferrarnos a la tristeza sin medida en estas situaciones de oscuridad y sentimientos de disfavores de Dios nos viene de no poner nuestra voluntad en consonancia con la suya, estando agarrados a la nuestra. Ya que si se miran desde los ojos puestos en su voluntad, aunque parezca que Dios está ausente y los desconsuelos son muy grandes, siempre uno los vive en verdadera actitud de encuentro con el Señor, como veremos que nos dice San Juan de Ávila, y, por lo tanto, hasta con alegría.

Sin duda porque él mismo ha pasado estos períodos de dificultad y de noche, San Juan de Ávila nos ha hecho una perfecta radiografía de lo que se vive en ellos. La situación por la que a veces atraviesa el creyente, descrita con sólo los ojos humanos, es de total oscuridad, “un abismo de obscuridad y desmayo”[52], “una obscuridad tenebrosa y aflicción interior, que hace sudar al corazón gotas de sangre”[53]; y más que oscuridad son tinieblas[54], y tan densas y oscuras, que parecen señales de infierno, y principio de él[55], porque “cuando Dios esconde su cara, y no enseña favor al alma sino desfavor, y, siendo, perseguida de sus enemigos, no siente el favor de su buen Amigo, entonces es el padecer duro y sabe a tormentos de infierno”[56].

La experiencia se hace más oscura todavía si, como suele suceder, después de haber experimentado el gusto de Dios, y haber tenido experiencia de su Amistad, parece como si Él se retirara, produciendo en el verdadero creyente auténticos suspiros ante su ausencia, pues ya nada le harta. Es una verdadera experiencia de auténtica noche, y a veces de tanta oscuridad que le llama tinieblas, por la que el creyente pasa, y es que después que se ha gustado a Dios a veces se nos aparta un tanto.

Esto produce auténticos suspiros en los verdaderos creyentes, aunque se queja San Juan de Ávila de que con frecuencia ve gente que no los tiene, y esto es señal de que no han gustado anteriormente a Dios: “¿Adónde están los entrañables sospiros de las ánimas que una vez han gustado a Dios y después se les aparta algún tanto?”[57].

Él mismo nos describe con absoluta precisión su experiencia de esta ausencia de Dios en la carta 20[58], escrita para una persona que había vivido anteriormente tiempo de regalos de Dios y que ahora se siente con trabajos y viviendo “en flaca fe con ellos”[59]. Y así le contesta:

“No me espanto de vuestra flaqueza, porque probado cuán trabajosa cosa es asconderse Dios al alma que le busca, no sé qué fatiga se le pueda igualar con la que trae su ausencia al ánima deseosa, dejada como en unas escuras tinieblas, que ni sabe por dónde camine ni tiene gana de estarse queda. Si quiere buscalle, no le halla; y si quiere quejarse, no descansa; si contentarse, no puede; si llama, no le responden; y si no, reprehéndele la conciencia; porque así como las consolaciones de Dios son mayores que se pueden decir, así las desconsolaciones de la ausencia son increíbles a quien no las pasa”[60].

Y dice a continuación que

“[...] sabe el Señor desconsolar a los suyos tan de veras, que ningún consuelo les puede consolar ni alegrar ni aun aliviar el gran peso de la tristeza; [...] así estos muy desconsolado[s] les suele acaecer crecer la tristeza con los medios que para se consolar suelen tomar. Este es el verdadero destierro, [d]onde hay diversas tentaciones, por donde Dios lleva a los que saca de Egipto”[61].

Gran precisión a la hora de describir la noche oscura, donde no se siente el consuelo de Dios y donde la única forma de vivir es la fe en el camino del destierro, pero que en realidad es camino de la liberación de Egipto, que ahora pasa por el desierto que se convierte en verdadero destierro. La fe, que nos da esperanza es la actitud con la que hay que vivir esta situación: “Ni éstas ni otras [desconsolaciones] le desmayen en la fe, pues es más cierto lo que Él nos promete que lo que nosotros sentimos”[62]. Por eso dice con qué actitud hay que vivir esta salida de Egipto:

“No sea vuestra señoría como los flojos de Israel, que a cada cosita trabajosa que se les ofrecía en el desierto, luego se quejaban y se arrepentían de la salida de Egipto (cf. Éx 16,2s; 17,2s); mas ponga sus ojos en quien la sacó, que Él la defenderá del calor del sol, que no la queme, y de la luna y frío y tinieblas de la noche (Sal 120,6), para que no encuentre con malos encuentros, pues que Dios ha tomado a su cargo este negocio, y mandado que confíe de Él”[63].

6.1. Sensación de que Dios nos abandona es señal de que somos amigos suyos y motivo de crecimiento en el amor a Dios

La posición de San Juan de Ávila es que a Dios se le siente cercano en medio de esta noche oscura, en medio de este “destierro”, porque ahora el creyente lo ve como un testimonio de que somos verdaderos amigos de Cristo, e hijos suyos, una de sus ovejas[64], pues quiere que nos parezcamos cada vez más a su Hijo, que, siendo Hijo muy amado, se dio por nosotros en prueba de amor. Por eso nos recuerda: “Mirad que dice la divina Escritura: Bienaventurado el varón que sufre la tentación, porque cuando fuere probado recibirá corona de vida, la cual prometió Dios a los que le aman (Sant 1,12)”[65]; y exhorta: “No temáis de beber con paciencia lo que Dios manda con amor”[66].

San Juan de Ávila ve esta situación de aparente ausencia de Dios como una situación privilegiada, un gesto de amor de Dios para con sus amigos, que quiere que crezcamos en amor hacia Él. Es un verdadero camino de salida el que nos propone, dejando la esclavitud de Egipto, que es la esclavitud de nuestro amor propio, en el que nos conducimos por sólo nuestra voluntad, y pasando al camino de Dios. Con este camino de salida que el Señor nos propone tendríamos que considerarnos privilegiados. Por eso pone en boca del Señor:

“No sintáis de mí humanamente, según vuestro parecer, mas en viva fe con amor; no por las señales de fuera, mas por el corazón, el cual se abrió en la cruz por vosotros, para que ya no pongáis duda en ser amados en cuanto de mi parte, pues veis tales obras de amor de fuera y corazón tan herido con lanza y más herido de vuestro amor por dentro”[67].

Es una fe que no pide razones, es un amor que sólo da sin esperar recibir, es una paz que no tiene consuelo, es una verdadera confianza, aún cuando no sentimos los regalos de Dios. Sólo así es como podemos esperar fortaleza en Dios:

“Asentemos, pues, nuestro corazón con esta fiucia de Dios, la cual tengamos aunque no sintamos el dulzor de las consolaciones de Dios. Porque así como la fe verdadera es la que cree sin milagros y razones, y el amor verdadero el que ama, aunque es azotado, y la verdadera paz que sufre más sin consolación, ansí la verdadera confianza es cuando estamos firmes y no sentimos los regalos de Dios. Confiemos un día de Dios sin que nos dé prendas y osemos esperar que nos irá bien con El, pues él lo manda y ansí lo esperamos. ¿Sentímonos flacos? Esperemos en Dios, y seremos fuertes; porque los que en Dios confían mudarán fortaleza, y tomarán alas como palomas, volarán y no faltarán (cf. Is 40,31; Sal 54,7)”[68].

En realidad, cuando Dios parece que se esconde es para que salgamos más de nosotros mismos, y de nuestro parecer, y nuestro gustos, y crezcamos en amor hacia Él y así nos acerquemos a su parecer, y éste sólo sea nuestro contento. Por eso afirma: “No conviene que ninguno sea amigo de Dios sin que padezca”[69]; así el Señor quiere que en este camino de salida de Egipto vayamos creciendo en amor hacia Él. Lo que parece un disfavor de Dios, es en realidad una prueba de su amor que nos ayuda a crecer en amor. En la carta 201 dice Dios nos ama y se esconde como el esposo que para que la esposa, un tanto dormida en el amor hacia Él, despierte y le busque le da una puntada en el corazón y se esconde:

“[...] lo que le pasa a la esposa, de la cual nos dicen los Cantares que, viéndola su esposo descuidada, diole una puntada en su corazón, y fue tan fuerte, que le hizo salir corriendo a buscarle: ¿Vistes, vistes por allá —preguntaba a todos— el que ama mi ánima? (Cant 3,3). Y ansí, la que estaba descuidada agora no puede reposar, y la que antes no podía velar agora no puede dormir, deseando que su marido le torne a ver, deseando, como cierva herida, beber el agua refrigerativa de la fuente clara (cf. Sal 41,2)”[70].


6.2. Para que salgamos de nosotros mismos

San Juan de Ávila explica el porqué de esta aparente marcha del Esposo: “se esconde el esposo algunos raticos, para que con mayor fervor desee la esposa su tornada. Porque, según es grande nuestra flaqueza, aflojaríamos el amor si siempre le tuviésemos presente”[71].

La noche y la ausencia se convierten para San Juan de Ávila en otra prueba de amor del Señor, a la que manda algunas veces a sus discípulos que entren en la mar y “se desteten de tu dulce conversación”[72], aunque nunca está lejos de ellos. Es más, en la noche le descubrirán todavía más presente. La noche se convierte así en una nueva y mejor ocasión para el encuentro con el Señor, al que le descubrimos presente en medio de la noche, porque el Señor aunque parece que se va, en realidad no lo hace. Por eso dice a Jesucristo el Apóstol de Andalucía:

“[...] piensan que los tienes olvidados y que duermes, y estás, las rodillas hincadas orando por ellos. Y cuando son pasadas las tres partes de la noche, cuando a tu infinito saber parece que basta ya la penosa ausencia tuya para los tuyos que andan en la tempestad, desciendes del monte y, como Señor de las ondas mudables, andas sobre ellas —que para ti todo es firme— y acércaste a los tuyos, cuando ellos piensan que están lejos de ti, y dícesles palabras de confianza, que son: Yo soy, no queráis temer (Mt 14,27)”[73].

Es más, Dios “quiere tomar este negocio por suyo y estar más cerca de su siervo cuando al siervo parece que está más lejos”[74]. Y es que nos une más a Cristo cuando tenemos estos sentimientos de ausencia de Él, como sucedió a los Apóstoles, que al venir el Espíritu Santo sobre ellos quedaron “más ligados con cuerdas de amor con el ausencia, que primero lo estaban en presencia”[75].

Cuando toda la vida se mira desde la luz de fe se puede ver cómo “verdaderamente entre los trabajos anda Dios, y entre las llagas anda poniendo medicina, en la soledá compaña y cuando más estamos olvidados de Él, no se olvida de nosotros: Si alguna madre fuese tan cruel, dice el Señor, que pudiese olvidar al hijo que parió vivo, yo que no os olvidaré (cf. Is 49,15)”[76].

Por eso exclama: “¡Oh si viésemos cuán metidos nos tiene en su corazón, y cuando a nosotros nos parece que estamos alanzados, cuán cercanos estamos a Él!”[77], porque verdaderamente Él está muy cerca de nosotros. El creyente que así lo reconoce puede ver cómo el Señor lo visita en la noche, de manera que “pueda decir al Señor: Probaste mi corazón y visitástelo en la noche [...] (Sal 16,3)”[78]. Y como dice en otro lugar: “Diga a nuestro Señor: [...] Aunque os escondéis, conmigo estáis, según vuestra promesa que decís: Con él estoy en la tribulación (Sal 90,15)”[79].

La noche se convierte así en presencia del Espíritu, al que se le invoca en medio de la oscuridad. Por eso, “seamos como aquel que dijo: Mi ánima te desea en la noche; y en mi espíritu y en mis entrañas, de mañana velaré a ti (Is 26,9). De noche desea al Espíritu Santo quien se ve atribulado y no pone su fiucia en su brazo, sino sospira a este Espíritu como a consuelo de tristes y alivio de trabajados”[80]. Y este Espíritu “renueva lo caído, alumbra lo oscuro, calienta lo frío, endereza lo tuerto, alienta lo cansado y, dando cada día nuevas fuerzas, hace volar hasta el monte de Dios”[81].

El mismo San Juan de Ávila describe también cómo es este consuelo de Dios, y lo hace de tal manera que refleja su propia experiencia, pues sólo quien lo ha probado puede afirmar lo siguiente:

“Las consolaciones de Dios son mayores que se pueden decir [...] Creo, doncella, que sabe nuestro Señor consolar a sus ánimas tan de verdad, que ningún seno se les quede que no esté lleno y rebose de gozo; y tan de verdad, que ninguna cosa entonces se le[s] ofrezca que les parezca que les pueda entristecer; mas, como lo dijo Cristo: Vuestro gozo ninguno os lo quitará (Jn 16,22), lo prueban ellos ser muy verdadero, teniendo tal experiencia cual quien no la tiene no lo puede decir ni creer”[82].

Verdaderamente, el párrafo anterior describe la experiencia mística de San Juan de Ávila. La alegría y el gozo, de quien se siente lleno del amor de Dios, no en la ausencia de dolor, sino desde la experiencia del sufrimiento.
Por tanto, para San Juan de Ávila, la oscuridad ha de ser vivida desde la experiencia de amistad con el Señor. Es más, ella es lugar de su presencia y de su amor. Dios parece que se ha ido, pero en realidad no lo ha hecho; es amigo siempre presente, es el esposo que nos ha puesto en el camino de la liberación de nuestras esclavitudes y de nuestro propio parecer, y nos ha situado en el camino de la tierra prometida a través del desierto de los sentimientos de su ausencia para que lo recorramos en viva fe con amor. Como Cristo, tenemos que pasar por las dificultades del desierto, pero llegaremos a la tierra prometida. De todas formas, en este camino de noche, de oscuridad, hasta de tinieblas, el creyente experimenta el gran consuelo del Señor y su amor que lo llena de un gozo tan inmenso que no se puede decir para quien no lo ha experimentado.

7. Experiencia culmen del amor de Dios: con-crucificados con Jesucristo[83]

Veamos en este apartado cómo sitúa San Juan de Ávila en el ser crucificados con Jesucristo el punto álgido de la experiencia del amor de Dios. En el capítulo primero de este estudio hemos presentado detenidamente el encuentro gozoso con Jesucristo crucificado-glorificado de San Juan de Ávila durante su estancia en la cárcel y que la cruz por la que estaba pasando era su dicha. El Santo Maestro se ha considerado como uno de aquellos elegidos, entre los muchos que Dios quiere que den la vida por Cristo, y experimenten el gozo de hacerlo. Por eso escribe en Audi, filia:

“Quiere Dios que haya muchos que deseen morir por Cristo y digan con toda su ánima [a Cristo crucificado]:
¡Heridas tenéis, amigo,
y duelen os!
¡Yo las tuviese por vos!
[...] pues que tantos, acordándose de estos trabajos de Cristo, han tanta compasión de Él que están azotados, y coronados, y crucificados en el corazón con Él, como dice San Pablo de sí y en persona de muchos (cf. Gál 2,19)”[84].

Se trata de la misma experiencia de felicidad, en medio de la cruz, que cuenta Fray Luis de Granada que le dijo el Santo Maestro sobre la gran merced que el Señor le había hecho al “tener un muy particular conocimiento del misterio de Cristo”[85], es decir, “la grandeza de esta gracia de nuestra redempción”[86], y gozarse en este conocimiento[87]; y entre todos los motivos que ha descubierto señala: “grandes motivos para alegrarnos en Dios y padecer trabajos alegremente por su amor”[88]. La alegría en la cruz responde al hecho que en ella experimenta como en ningún otro sitio “cuán bueno es Dios”[89] pues se encuentra con el mismo amor de Dios demostrado en los amores de Cristo; lo cual le lleva al mayor grado de unión y de amor que en esta tierra se pueda tener, aún más que en el más alto grado de contemplación: “Porque, a la verdad, nunca hombre, por contemplativo que sea, tanto conoció los dolores y amores de Cristo como quien pasa algo de ellos”[90].
     
      San Juan de Ávila habla por propia experiencia pues, como afirma en la carta 154, escrita con gran dolor, no sólo con poca salud, sino como él dice, “con tanta angustia temporum (cf. Dan 9,25), que no sé si irá de provecho”[91], señala que hay que quedarse sólo con Cristo, y estando con sentimiento de tormento de cruz, y, más que queriendo alejarse, permanecer en ella y descansar sólo en Él, describiéndonos así su experiencia mística al pie de la cruz, como solía hacer en su casa de Montilla ante el crucifijo de tamaño natural que tenía en la capilla:

“[...] porque entonces es costumbre usada del Señor nuestro hacer mercedes visibles y mayores, que por medio de los suyos las hacía; y aprende [...] que tiene Dios, y muy buen Dios, y dice: Non sum solus, quia Pater mecum est (cf. Jn 8,16). Y comienza a crecer en la fe y ensancha su oración en el amor, siendo ayudado del amor con que ve ser amado [...] después el mismo corazón se está quedo, aunque le abran la puerta, como ave doméstica en jaula. Y esta es la raíz de todo aprovechamiento, porque a los pies de Cristo lo ha de haber si verdadero ha de ser”[92].

Este amor del Señor y otras enseñanzas, dice también la carta 81 que “aprenderéis en la tribulación mejor que en cuantas escuelas y púlpitos hay, y más de verdad; porque en estos lugares se suelen oír con las orejas, estando quizá el corazón en otra parte; en la tribulación óyese: que Dios enseña con obras”[93]; como le dijo a Fray Luis de Granada sobre su período en la cárcel. Además, le dice a Don Antonio de Córdoba, al que le escribe la carta 151 en 1549[94], cuando éste se encontraba enfermo en Salamanca, donde era rector de la Universidad: “Hace vuestra merced muy bien en estar contento con servir en la casa del gran Señor de oficio de enfermo; porque el pasar de obrar bien a padecer, es mejorar Cristo a los suyos y subirlos de aula de menores a mayores”[95].
El joven Juan de Ávila dice en 1532 que Dios le abrió los ojos para ver que son favores y mercedes las tribulaciones y la cruz, por eso señala en la carta 58, desde la cárcel: “[...] no sé si digo bien en llamar trabajos a los de la cruz, porque a mí parecen que son descansos en cama florida y llena de rosas”[96].

Y esta alegría en la cruz, como verdadero don de Dios, es la que ha tenido durante toda la vida. No sólo la cruz de la enfermedad, sino otras interiores y más crecidas, que son las de los golpes de la lucha espiritual y de las contradicciones, tribulaciones y persecuciones que surgen en el camino evangelizador. Por eso sigue diciendo a D. Antonio de Córdoba, que atravesaba una enfermedad:

“Así, señor, sea vuestra merced grato a la enfermedad y agradecido al Señor, que la envía; y esa cruz y carga fuere de él bien recebida, subirle ha el Señor a otras más interiores y más crecidas, que Él tiene para dar a sus muy amigos, para conformarlos con Él, cuya cruz fue grandísima en lo visible y muy grandísima en lo invisible”[97].

Esta experiencia de amor desde la vivencia de la cruz la sabe San Juan de Ávila por experiencia; por eso, ya maduro, o lo que es más probable, ya “viejo”[98], pues cuenta que su enfermedad e indisposiciones van en aumento cada día, y esto debido a que el barro es tan flaco y además “tantos golpes le dan”[99], le dice a un amigo sacerdote anciano: “[...] procuremos entrambos ir con nuestras cruces al Señor, que llevó la suya, pidiéndole que nos dé su gracia para llevar con contentamiento lo que Él de su mano nos envía”[100]. Esta alegría él ya la había experimentado en medio de la cruz, como él mismo confiesa en la carta 90: “[...] en mayores guerras me he hallado, y con la gracia del Señor he estado contento en ellas”[101].

Por eso puede con toda razón decirle a su amigo sacerdote anciano el buen sabor del cáliz de la pasión: “Y este postrer trabajo, que a la vejez suele venir, es el buen vino de la cruz, el cual el Señor guarda para dar a sus amigos a la postre, como cuando convirtió el agua en vino (Jn 2,10)”[102]. Buena comparación para decir que es un don a los amigos darles lo mejor que tiene Jesucristo “el buen vino de la cruz”. Por eso le recomienda a su amigo que no tome sólo un poquito de ese vino, sino que se emborrache de él, y además con alegría, porque es un gran don que el Señor da a sus amigos muy queridos: “Bébalo vuestra reverencia con alegría, porque de Él se entiende: Inebriamini, carissimi (Cant 5,1)”[103].

Por eso, alaba el Santo Maestro a Dios en el lecho de la muerte por haberle dado tanta participación en su “suma Bondad”[104] a través de su vida de cruz, reconociendo: “Vos, Señor, decís que esto es bueno. Lo mesmo decimos nosotros. [...] Haos parecido que veinte años estemos en una cruz con sequedades y tentaciones, aceptámoslo de muy buena gana”[105]. Y la razón de esta alegría no es otra que porque esa había sido la voluntad de Dios, ya que “no puede el alma subir a mayor dignidad ni hacer cosa más ilustre ni de mayor honra ni grandeza, ni aun de mayor contentamiento, que tener tanta conformidad y amistad con Dios, que quiera una mesma cosa con Él”[106]. Y por eso sólo quiere su voluntad; y su contentamiento está sólo en cumplirla, que en ello reside la auténtica alegría de los hijos de Dios. De ahí que escriba:

“Esta es la verdadera señal de los hijos de Dios, que dejan su voluntad propia y hacen la de Él: y esto no en las prosperidades (que aquello poco es), mas en las adversidades, adonde vale más un ‘¡Gracias a Dios!’, un ‘¡Bendito sea Dios!’, que tres mil gracias y bendiciones de prosperidades”[107].

Estamos en el punto más alto de la unión con Dios y de la identificación con Cristo, porque ahora ya no soy yo, y mi parecer y mi voluntad, sino Cristo en mí (cf. Gál 2,20), que es como vimos la descripción más auténtica de nuestra nueva vida de unión en Cristo.
Hay otra razón profunda por la cual San Juan de Ávila invita a experimentar el amor del Padre en la cruz, ya que en ella se toma conciencia de que somos uno de esos a los que San Pablo se refería cuando dijo: “predestinó a sus escogidos a  ser semejables a la imagen de su Hijo (Rom 8,29). Pues si hemos de ser semejables en la gloria, también en los dolores”[108]. Y además, si el Padre, que ama al Hijo, le ha dispuesto el reino con cruz y deshonra, el experimentar esa misma cruz indica que el Padre nos trata también como hijos suyos y que nos dará también el reino prometido. Por eso dice San Juan de Ávila:

“Pues ¿por qué yo pensaré que el Señor no me ama aunque me envíe trabajos? ¿Por qué no me gloriaré, que me trata como a su Hijo? ¿Por qué no le daré gracias, pues que me viste de la librea de su amado Hijo? ¿Por qué no me terné esperanza que me hará participante de su gloria, pues me veo serlo en sus trabajos?”[109].

Y también:

“Pues ¿en qué cosa tanto se mostró el grande amor que Jesucristo tenía a su Padre, como en padecer por su honra, como Él dijo: Porque conozca el mundo que amo al Padre, levantaos, y vamos de aquí? (Jn 14,31). Mas ¿adónde iba? Claro es que a padecer”[110].

Por eso, como el cristiano ve tanto amor del Hijo en el padecer, quiere conformarse al Hijo y ser así hijo de Dios en el Hijo. De ahí que afirme San Juan de Ávila: “quien viéndote tal [amándonos en la cruz], huyere de lo que a ti conforma, que es el padecer, no te debe perfectamente amar, pues no quiere ser a ti semejable”[111].

Y así, si estamos unidos a su dolor, y, sobre todo, al amor que allí se expresa, participamos de la hermosura y perfección de Jesucristo. El cual nos comunica su alegría con la que fue a dar la vida, pues aunque muchos fueron sus dolores, mayor fue su alegría, fruto de su gran amor, por el bien que su cruz a nosotros traería[112].

En esta vivencia de la alegría en la cruz es importante ver en ella cómo el Señor ha querido escogerla para seguirle por el mismo camino que Él siguió, por eso dice San Juan de Ávila que Cristo al ver cómo nosotros vamos con la cruz nos “está esperando gozándose, viendo a sus siervos ir tras de Él siguiendo sus pisadas”[113]; camino seguro para encontrar el gozo y el descanso y pasar a la tierra prometida, donde ya no habrá leche y miel sino “gozar del mismo Dios”[114]. Por eso le dice a una señora:

“Mucha razón tiene vuestra merced, señora, para alegrarse, pues que la lleva el Señor tras sí, enseñándole el rastro de sus pisadas, conformándola consigo en el padecer, comunicando alguna parte cerca de sus penas, comunicándole los dones que ha comunicado a sus escogidos, ofreciéndole en qué pueda merecer mayor corona y, sobre todo, lo que más es, dándole la mayor de las mercedes, dándole su santo espíritu, para que lleve su cruz por su amor”[115].

Y le ayuda a ver que el padecer es un gran don, pues a través de él es como se consigue un auténtico conocimiento de Cristo, por eso desea que se vea envuelta en la alegría del Espíritu en medio de la cruz:

“Y pues que el Señor, por su bondad, se ha habido tan piadosamente con vuestra merced, dándole conocimiento de sí mesmo, espero en su misericordia que también le habrá dado en los trabajos para llevarlos en gozo, recibiéndolos por amoroso don, dado de su bendita mano”[116].

Es admirable todo lo que le dice el Santo Maestro en la pequeña carta 203 de tan sólo 20 líneas a Juan de Lequetio, en el que resume la mística de la cruz, vivida como gozo pascual, y que transcribimos casi en su totalidad:

“Dios dé a vuestra merced buenas salidas de Pascuas y mucha perseveranza en el gozo de la resurrección, y aunque le vengan días de cruz, que le sean días de Pascua, porque esperar acá otro gozo que no sea padeciendo trabajos, ni cumple ni lo debemos desear; que aquello ¿qué sería si no ser de aquellos de quien el Señor dice: El mundo se gozará? (Jn 16,20). El Señor llevó su cruz, poniendo delante el gozo (Heb 12,2) que de nuestro bien Él había de sacar mediante su pasión; y nosotros debemos llevar la nuestra, poniendo delante el contentamiento de su voluntad y la hermosura de la librea de estar vestido al traje de Él. Y porque creo que el mismo Dios ha enseñado a vuestra merced esta doctrina del gozo en la cruz, sin la cual ninguno se debe gloriar de ser cristiano, no alargo en ello más, sino que vaya a la bendición del Señor, etc.”[117].

Para San Juan de Ávila, la cruz se vive como Pascua, porque mientras caminamos en la tierra, la Pascua de Jesús se vive en la cruz, una cruz que es gozo, el gozo en la cruz. También en esta ocasión se refleja la eternamente vivencia de Juan de Ávila en la cárcel de Sevilla ante la transfiguración-glorificación del Señor en la cruz. Él resplandece de amor en la cruz y nos viste de su hermosura. Se tata de la mística de la cruz, que San Juan de Ávila ha vivido toda su vida. Por eso puede aconsejar ahora:

“Si el mundo nos persiguiere, escondámonos en sus santas llagas, y sentiremos las injurias por tan suaves como una música acordada y las piedras nos parecerán piedras preciosas, y las cárceles palacio, y la muerte se nos tornará vida. ¡Oh Jesucristo, y cuán fuerte es tu amor; y cómo todas las cosas convierte en bien, como dice San Pablo! (cf. Rom 8,28). Cierto, quien de tu amor se mantiene no morirá de hambre, no sentirá desnudez, no echará menos cuanto en el mundo hay, porque, poseyendo a Dios por el amor, no le falte cosa que buena sea. Tomemos, pues, muy amados hermanos, deseo de ir a ver aquesta visión, cómo arde la zarza y no se quema (Éx 3,2). Quiero decir, cómo los que aman a Dios en las injurias no se sienten injurias; en el hambre están hartos; desechados del mundo, no se afligen; tentados del fuego carnal, no se queman; hollados, están en pie; parecen pobres, y están muy ricos; feos, y son hermosos; extranjeros, y son ciudadanos; acá no conocidos, y muy familiares a Dios. Todo esto y más hace el noble amor de Jesucristo en el corazón donde se aposenta”[118].

En la carta 24 San Juan de Ávila nos trasmite en tercera persona su vivencia de la mística de la cruz durante su vida:

“En el mesmo padecer hallaréis sabor, y de la piedra dura sacaréis agua, y del peñasco, miel (cf. Núm. 20,9-11; Dt 32,13). Amad y no trabajaréis, mas iréis sobre los trabajos como señora, bendiciendo a Aquel que os libertó. Si os amenazaren con muerte, diréis que venga en hora buena, para gozar de la vida; si con destierro, que dondequiera estáis desterrada hasta que veáis a Dios, que poco se os da ir al cielo desde una parte de la tierra que de otra; si a Dios tenéis, dondequiera os irá bien; y si no, dondequiera os irá mal. Si os viéredes despreciada: ‘Cristo es mi precio: y Él me precie y desprécienme todos, porque Él solo me precie’. No [o]s afligiréis con la necesidad de las cosas presentes, y confiad en Aquel que ama a los que le ama. Todas las cosas podréis en Él”[119].

San Juan de Ávila ve, por tanto, en el gozo pascual de la cruz, a semejanza de Cristo, el punto culminante de la experiencia del amor de Dios que nos ha conformado con su Hijo, siguiendo sus pasos. Y no considera que este camino sea sólo para privilegiados sino para todo cristiano, pues todos deben llegar a decir: Ya no yo, es Cristo quien vive en mí, y éste crucificado (cf. Gál 2,19-20). Estamos ante la mística de la cruz y la experiencia máxima del amor de Dios.

De esta manera, desde su experiencia, podrá decir, con toda razón:

“¡Oh, Señora, y si hubiese probado cuán dulce es Dios para aquella ánima que vuelve las espaldas al mundo por poner los ojos en su Criador! ¡Oh si supiese qué es la suavidad del celestial Esposo para consolar aquellas ánimas que dejan transitorios deleites y, como tórtolas castas, no quieren consolarse en la tierra, mas sospiran con amor a su Señor, que en los cielos está; y como la paloma, que se torna limpia sin poner los pies en cuerpo muerto, mas tórnase a la mano de quien la envió![120].

Conclusión

Es un verdadero Cristo crucificado, pero también un Cristo glorioso, que vive en la alegría del Señor de la gloria, vive en su corazón traspasado de amor por nosotros, y ahora, ya resucitado, goza de la misma gloria. Y San Juan de Ávila, como Pablo, asemajado a Cristo en el sufrimiento, nos puede decir: “Ya no soy yo es Cristo quien vive en mí”. Es Cristo el que ha estado presente en su vida, es Cristo y el amor del Padre que en Él se manifiesta y el del Espíritu, el que transmite para todos, especialmente para los que sufren.

Por la manera en que ha vivido el sufrimiento, que el Doctor de la Iglesia universal, San Juan de Ávila, podemos decir que es no sólo Doctor en sufrimiento sino también Doctor de cómo afrontar el propio sufrimiento y Doctor en cómo hacer el bien al que sufre.





[1] Comentario de la Carta a los Gálatas 37: II, 78.
[2] Carta 2, 19-20: IV, 15.
[3] “Cuando Dios se puso en la cruz a todos amó, malos y buenos, porque por todos murió” (Lecciones sobre 1 San Juan [II], 21: II, 437). Está claro que se refiere a Jesucristo, al que cita 7 líneas más abajo; si bien la cruz manifiesta el amor de Dios hacia todos, pues, como acaba de señalar: “Deus caritas est (1 Jn 4,8)” (ibid.).
[4] Lecciones sobre 1 San Juan [II], 21: II, 437.
[5] Lecciones sobre 1 San Juan (I), 21, 62-63: II, 297.
[6] Sermón 40, 6: III, 535-536.
[7] Carta 208, 2-5: IV, 675.
[8] Advertencias al concilio de Trento I, 43: II, 509.
[9] He estudiado este tema ampliamente en mi libro Experiencia del amor de Dios y plenitud del hombre en San Juan de Ávila, Campillo Nevado, S.A., Madrid 2007, 65-166.
[10] Luis de Granada, Vida, II, 4,6, en: Obras, XVI, 79-80; los subrayados son nuestros.
[11] Sobre estas cartas y oraciones a Cristo desde el sufrimiento cf. F. J. Díaz lorite, Experiencia del amor de Dios y plenitud del hombre en San Juan de Ávila, Gráficas Campillo Nevado, S. A., Madrid 2007, 65-115; Mª. J. Fernández Cordero, “San Juan de Ávila: Cartas de consuelo en la tribulación”, en Mil gracias derramando. Experiencia del Espíritu ayer y hoy. Homenaje a Santiago Arzubialde, SJ, Secundino Castro, OCD, y Rafael Mª Sanz de Diego, SJ, UPComillas, Madrid 2011, 247-265.
[12] Carta 58, 1-2: IV, 268.
[13] Carta 58, 101-104: IV, 270.
[14] Carta 58, 27-31: IV, 268; los subrayados son nuestros.
[15] Carta 58, 44-46: IV, 269.
[16] Carta 58, 47: IV, 269.
[17] Aunque es un poco larga, transcribo toda la oración debido a la importancia que tiene en descubrir la hondura de su relación con Cristo en medio de los sufrimientos de la cárcel.
[18] Carta 58, 47-99: IV, 269-270; los subrayados de los dos primeros párrafos son nuestros.
[19] Carta 58, 50-58: IV, 269.
[20] Carta 58, 47: IV, 269.
[21] Carta 58, 77-78: IV, 269.
[22] Carta 58, 98-99: IV, 270.
[23] Carta 58, 104-114: IV, 270.
[24] O. González de Cardedal–J. J. Fernández Sangrador [eds.], CORAM DEO. Memorial Prof. Dr. Juan Luis Ruíz de la Peña [Salamanca 1997] 13-14.
[25] Carta 64, 36-39: IV, 285.
[26] Carta 64, 39-41: IV, 285.
[27] Carta 64, 41-44: IV, 285.
[28] Carta 64, 46-51: IV, 285.
[29] Carta 64, 69-78: IV, 285-286.
[30] Audi, filia (I), 2ª, 62: I, 469-470. Es significativo el paralelismo en todo lo que sigue con el Tratado del amor de Dios, 7ss: I, 962ss.
[31] A esta llama y fuego se referirá en el Tratado del amor de Dios con extraordinaria belleza: “¡Oh dulce fuego! ¡Oh dulce amor! ¡Oh dulce llama! ¡Oh dulce llaga, que ansí enciendes los corazones helados más que nieve y los conviertes en amor! Con el fuego principal de tu venida henchiste el mundo de amor” (Tratado del amor de Dios, 10, 389-392: I, 969). Resuena ya lo que dirá años más tarde San Juan de la Cruz: “¡Oh llama de amor viva [...]!/ [...] ¡Oh regalada llaga!/ [...]/¡Oh lámparas de fuego [...]!” (San Juan de la Cruz, Llama de amor viva 2.3, en: Id., Obras completas, eds. J. V. Rodríguez-F. Ruíz Salvador [Madrid 21980] 101); en adelante lo citaré según esta edición.
[32] Audi, filia (I), 2ª, 62: I, 470.
[33] Audi, filia (I), 3ª, 36-38: I, 493-494; el corchete es nuestro.
[34] Audi, filia (I), 3ª, 36: I, 493.
[35] Audi, filia (II), 78, 6: I, 707.
[36] Ibid.
[37] Ibid.
[38] Audi, filia (II), 78, 6: I, 706.
[39] Audi, filia (II), 78, 6: I, 707.
[40] Así lo indica el título de la carta 19: “A una mujer trabajada de graves y peligrosas tentaciones” (Carta 19, título: IV, 115).
[41] Carta 19, 101-110: IV, 118.
[42] Audi, filia (II), 21, 3: I, 713.
[43] Carta 56, 84-86: IV, 264.
[44] Audi, filia (II), 67, 3: I, 679.
[45] En el presente apartado recojo lo expuesto en mi libro Experiencia del amor de Dios, 497-507.
[46] Ya lo dijo desde la cárcel en la carta 58, cuando era joven: “[...] no estoy sino en manos de Cristo” (Carta 58, 114: I, 270).
[47] Carta 184, 450-459: IV, 620. Con razón podía aconsejar en la carta 78: “[...] no quite sus ojos de Dios y de su santa voluntad, que es el norte al cual hemos de mirar en la noche y mar de aqueste mundo, para aportar al puerto de salud, que no tiene fin” (Carta 78, 12-14: IV, 330).
[48] Las oraciones que comienzan por “¡Bendito seas!”, son las que expresan un más alto grado de unión de Juan de Ávila con Dios, que coinciden con períodos de gran sufrimiento, por ej.: Carta 58, 1: IV, 268; 81, 202: IV, 342. No es extraño, pues, que en medio de las dificultades aconseje dirigirse a Cristo alabándolo: “Siempre, para siempre bendito Cristo, que éste es a boca llena nuestra esperanza” (Carta 20 [3], 100-101: IV, 136).
[49] Carta 184, 452-454: IV, 620.
[50] Carta 184, 447-449: IV, 620.
[51] Carta 184, 439-446: IV, 620.
[52] Carta 96, 17: IV, 400.
[53] Carta 20 (1), 65: IV, 122.
[54] “No se maraville de quedar algunas veces como encallada y que no ve ni luz ni norte donde atine, sino que todo le parezca tinieblas” (Carta 96, 12-14: IV, 400).
[55] “En trabajos os veréis muchas veces, que, si con sentido humano los miráis, os parecerán ser señales de infierno y principio de él” (Carta 20 [1], 96-97: IV, 122). “[...] desconsolaciones que parecen infierno” (ibid., líns.170-171: IV, 124).
[56] Carta 20 (1), 101-104: IV, 123.
[57] Carta 74, 26-28: IV, 318.
[58] De esta carta 20 nos han llegado tres copias. No son iguales en los inicios y sí en todo lo demás (cf. L. Sala Balust-F. Martín Hernández, O.C. IV, 120, nota). Parecen que van dirigidas a personas diferentes, pues el destinatario de la primera y segunda es una mujer mientras que en la tercera se trata de un hombre. Esta experiencia personal de la ausencia de Dios la describe sólo en la copia segunda.
[59] Carta 20 (2), 2: IV, 127.
[60] Carta 20 (2), 10-19: IV, 127.
[61] Carta 20 (2), 26-33: IV, 127.
[62] Carta 20 (2), 33-35: IV, 127; (el corchete es nuestro).
[63] Carta 90, 26-32: IV, 376-377.
[64] “[...] mas allí en medio de los torbellinos y de los grandes despeñaderos, allí puede estar confiada, pues está escripto: las ovejas tengo que tengo en mi mano, ninguno me las quitará (cf. Jn 10,18). Y por la bondad de él, puede pensar que ella es oveja de Dios” (Carta 96, 40-43: IV, 400-401).
[65] Carta 20 (1), 112-114: IV, 123.
[66] Carta 20 (1), 118-119: IV, 123.
[67] Carta 20 (1), 216-221: IV, 125-126.
[68] Carta 54, 42-52: IV, 259.
[69] Carta 20 (2), 82-83: IV, 128.
[70] Carta 201, 24-31: IV , 660.
[71] Carta 201, 31-34: IV, 660. Cherprenet confirma la semejanza con Santa Teresa y San Juan de la Cruz: “[...] todos están de acuerdo sobre la necesidad de esta ‘noche’ del alma. El divino amante antes de unirse definitivamente con la esposa necesita comprobar su fidelidad fingiendo una ausencia. Esta idea, cuyo magnífico desarrollo encontramos en la ‘Noche oscura’ y ‘El Cántico Espiritual’ está ya expresada por San Juan de Ávila” (J. Cherprenet, “Juan de Ávila, místico”, 111). Cf. p. ej. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura 2, 6, en: Obras completas, 576-580.
[72] Carta 20 (1), 149: IV, 124.
[73] Carta 20 (1), 152-159: IV, 124.
[74] Carta 96, 24-25: IV, 400.
[75] Carta 35, 16-17: IV, 189.
[76] Carta 201, 78-82: IV, 661-662.
[77] Carta 20 (1), 127-129: IV, 123.
[78] Carta 28, 97-98: IV, 172.
[79] Carta 90, 233-236: IV, 382. “El ocultamiento de Dios forma parte de la experiencia religiosa bíblica [...] Un Dios que no se oculta es un Dios que no se revela. El Dios verdaderamente revelado es el Dios que se revela ocultándose. Es el Dios que al revelarse se oculta, y al ocultarse se revela. Su ocultamiento no es ausencia ni silencio, sino presencia y palabra reveladoras” (J. Mª. Imizcoz Barriola, “Experiencia de Dios en la formación sacerdotal”, en Arzobispado de Sevilla, La formación del sacerdote del tercer milenio, 171); cf. L. F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero, 425-427; H. U. von Balthasar, “El camino de acceso a la realidad de Dios”, en MystSal II, 46. J. Martín Velasco, El fenómeno místico, 490: “En ningún lugar de la historia veo realizada esta condición de experiencia de Dios en la que culmina la experiencia mística como en la cruz de Jesucristo, en quien, para mi fe, Dios se revela de forma definitiva y por eso insuperablemente oscura [...] La experiencia del desamparo del Padre, la queja a gritos por ese desamparo es la expresión, la proclamación más formidable por parte de Jesús de la conciencia, de la aceptación de presencia del Padre; nunca más oscura; nunca más cierta; nunca más ciertamente experiencia de fe”.
[80] Carta 35, 71-75: IV, 190.
[81] Carta 35, 45-48: IV, 190.
[82] Carta 20 (2), 17-25: IV, 127.
[83] En este apartado recojo el contenido de mi libro Experiencia del amor de Dios,507-516.
[84] Audi, filia (II), 111, 5: I, 775-776.
[85] Luis de Granada, Vida, II, 4,6, en: Obras, XVI, 79.
[86] Ibid.
[87] Sobre este gozo en el conocimiento de Cristo en su cruz se referirá en Audi, filia, citando lo que San Bernardo dijo y vivió: “[...] ocuparos en el conocimiento de Jesucristo nuestro Señor. Lo cual nos enseña San Bernardo diciendo: ‘Cualquiera que tiene sentido de Cristo sabe bien cuán expediente sea a la piedad cristiana, y cuánto convenga, y cuánto provecho le trae al siervo de Dios y siervo de la redempción de Cristo, acordarse con atención a lo menos una hora del día, de los beneficios de la pasión y redempción de nuestro Señor Jesucristo, para gozar suavemente en la conciencia y para sentallos fielmente en la memoria’. Esto dice San Bernardo; el cual así lo hacía” (Audi, filia [II], 68, 2: I, 680-681).
[88] Luis de Granada, Vida, II, 4,6, en: Obras, XVI, 79.
[89] Carta 81, 158: IV, 341.
[90] Carta 81, 154-156: IV, 341.
[91] Carta 154, 3-4: IV, 531.
[92] Carta 154, 21-47: IV, 531-532.
[93] Carta 81, 161-165: IV, 341.
[94] Cf. L. Sala Balust-F. Martín Hernández, O.C. IV, 523, nota.
[95] Carta 151 (1), 1-4: IV, 523.
[96] Carta 58, 44-46: IV, 269.
[97] Carta 151 (1), 12-17: IV, 523.
[98] Así le dice a Francisco de Borja cuando el Santo Maestro contaba 66 años: “Yo tengo alguna mejoría en mi salud y predico alguna vez, aunque como viejo” (Carta 193, 25-26: IV, 642).
[99] Carta 183, 40: IV, 606.
[100] Carta 183, 8-11: IV, 605.
[101] Carta 90, 374-375: IV, 386-387.
[102] Carta 183, 32-35: IV, 605.
[103] Carta 183, 35-36: IV, 605.
[104] Carta 184, 453: IV, 620.
[105] Carta 184, 454-457: IV, 620.
[106] Carta 184, 446-449: IV, 620.
[107] Carta 81, 103-108: IV, 340.
[108] Carta 81, 182-184: IV, 342.
[109] Carta 81, 197-202: IV, 342.
[110] Audi, filia (II), 113, 3: I, 779.
[111] Carta 58, 82-84: IV, 269-270; el corchete es nuestro.
[112] Cf. Audi, filia (II), 69, todo: I, 683-685.
[113] Carta 201, 106-107: IV, 662.
[114] Carta 201, 115-116: IV, 662.
[115] Carta 201, 139-145: IV, 663.
[116] Carta 201, 146-149: IV, 663. También dirá a otra persona: “Agradézcale que la hizo compañera suya en los dolores, lo cual no es pequeña merced para quien lo sabe sentir” (Carta 200, 49-51: IV, 659).
[117] Carta 203, 1-14: IV, 666. La carta 199, también dirigida a Juan de Lequetio, está fechada en 1551; cf. ibid., lín. 66: IV, 657.
[118] Carta 64, 36-52: I, 285.
[119] Carta 24, 141-154: IV, 154.
[120] Carta 33, 19-26: IV, 184.